¿Nuestro cerebro nos engaña para que no ahorremos?
En materia económica, influyen mucho nuestras emociones
Si te diésemos la opción de cobrar 200 euros ahora mismo o, por el contrario, 300 euros dentro de un año. ¿Qué preferirías? Seguramente, tu respuesta sería similar a la de la gran mayoría de las personas: cobrar 200 euros ahora mismo, a pesar de que esos 300 euros supongan nada menos que un 50% más de lo que te ofrezco ahora mismo. Y para muestra, un botón: prueba con tus hijos o con tus sobrinos a darles una gominola. Diles que no se la pueden comer hasta dentro de media hora y que, si aguantan ese tiempo, les darás el paquete entero. Lo más probable es que, incluso antes de acabar la frase, nuestros pequeños ya se hayan comido el dulce.
Precisamente, esta es una de las razones por la que tanto nos cuesta ahorrar y que explica, por ejemplo, por qué a veces, nos cuesta pensar en abrir un plan de ahorro o de jubilación. El funcionamiento de nuestro cerebro está orientado a obtener remuneraciones inmediatas, ya sea comer un dulce o compramos un capricho. Nos cuesta más ver ese beneficio a largo plazo, nuestro cerebro piensa el placer a corto y de ahí que, en algunas ocasiones, dejemos de lado pensar en ahorrar o en los beneficios que esto nos daría.
Nuestras emociones y su conexión con nuestras decisiones económicas
Existe toda una ciencia que se encarga de estudiar cómo funciona el cerebro cuando tomamos decisiones que tienen que ver con nuestra economía: la neuroeconomía, una mezcla de la neurología, la psicología y la economía; trata de explicar y de analizar cuáles son los sentimientos y procesos que afectan a las personas cuando toman decisiones económicas.
Y es que, cuando hablamos de dinero, influyen muchas emociones. Los científicos tratan de darle explicación a través de experimentos, estudiando las reacciones en el cerebro a través de resonancias magnéticas. Estas prácticas han puesto de manifiesto las diferentes zonas del cerebro que se activan cuando tomamos decisiones económicas las tomamos, tanto a largo como a corto plazo.
Cuando pensamos en una recompensa inmediata, la zona que se activa en nuestro cerebro es la llamada límbica, la capa más primitiva y la que se encarga de controlar las emociones y las reacciones impulsivas. En cambio, si optamos por el largo plazo (por esperar a la bolsa de las golosinas o por ahorrar de cara a nuestro retiro), la parte que se activa y domina es la prefrontal, donde se encuentran nuestras capacidades superiores, de razonar. Es decir, en función de cuál de estas zonas de nuestro cerebro nos domine, podemos decir que somos más o menos ahorradores.
Del mismo modo, ser más o menos dados a las inversiones con riesgo viene también determinado por la parte de nuestro cerebro que domine más sobre la otra. Dependiendo de dónde esté nuestro equilibrio, si en el sistema de recompensa o en el de aversión a la pérdida, tomaremos o no la decisión de invertir con mayor o menor riesgo. Porque, además, resulta curioso pero, odiamos perder dinero mucho más de lo que nos gusta ganarlo. Literalmente, cuando perdemos dinero se activa la misma área del cerebro que cuando sentimos miedo o la posibilidad de sufrir un daño físico.
La crisis y los ciclos económicos
Otro de los elementos que pone sobre la mesa la neuroeconomía viene a dar una explicación a las crisis y a los ciclos económicos. Porque en otra de las cosas en las que nuestro cerebro nos engaña tiene que ver con lo que llaman efecto manada, una situación que muchos estudios atribuyen a los niveles de serotonina que cada persona tiene. Se trata de una sustancia cerebral que parece estar implicada en numerosos comportamientos sociales.
Estamos dispuestos a seguir la conducta de la mayoría, y más, cuando sentimos peligro. Si en una crisis, la gente decide dejar de consumir, nosotros seguiremos la misma pauta, aunque nuestra situación no haya cambiado. O, por ejemplo, dejaremos de invertir nuestros ahorros en productos de inversión en los que muchas personas ya no creen.
En definitiva, ahora que sabemos cómo funciona, debemos entrenar a nuestro cerebro y, cuando tomemos decisiones sobre inversión, tratar de gestionar la parte más emocional e impulsiva del proceso. De este modo, nuestras decisiones serán más racionales y reflexivas, pensando en nuestros objetivos y necesidades a medio y largo plazo.